Me sacude papá del hombro, con fuerza. Va a llover,
corre, me dice, va a llover. Y sale de mi dormitorio murmurando, víste…
depri… o n… vam… a ll…ar.
Me incorporo y me quedo sentado en el borde de la cama,
tanteando el suelo con los pies en busca de las zapatillas, con la pausa de la
costumbre y la resignación. Y papá aparece en el umbral de la puerta con un
abrigo sobre el pijama y unas botas sin atar con el pantalón medio metido por
dentro, moviendo las piernas como si necesitara ir al baño.
Nordeste, han dicho nordeste, corre, me coge de la
manga, vamos al huerto.
¿Qué crees, que no lo he intentado? Sólo hay un modo de
que se calme y se duerma: seguirle la corriente, dejar que la lluvia lo empape
hasta los huesos y acompañarlo, después, a la cama.
En el huerto, mirando hacia el nordeste, esperamos
mientras el aire húmedo de la noche presagia lluvia. Y papá aguza el oído, como
tantas otras noches, atento como un perro con las orejas tiesas. Durante unos
segundos la oye anunciarse fresca y blanda, achica los ojos para ver en la
oscuridad y sonríe, media sonrisa de felicidad y media sonrisa de tristeza,
hasta que la primera gota golpea su frente y lo cojo de la mano, ¿la has
visto?, me pregunta, ¿la has visto?, sigue, sin dejarme responder, y tiro de él para llevarlo a la
casa, pero él se resiste, cierra los ojos con fuerza intentando no olvidar
nada.