El
nivel del agua llega hasta las rodillas de los niños que juegan al fútbol en la
plaza con naranjas caídas de los árboles. Alcanza el nivel del agua las barbas
del abuelo, enredadas en el humo espeso, gris, que nace en la cazoleta de la
pipa que ya fuera de su padre y forma columnas inverosímiles que se elevan como
un recuerdo olvidado. Sube el agua, su nivel, por las escaleras del
ayuntamiento en un fluir contra natura que sumerge al alcalde, ya ahogado en
pena, derrotado por el progreso, incapaz de detener la construcción de la
presa.
Cubre
el agua, siempre el agua, la torre de la iglesia cuya campana, mecida por la
corriente, esculpe ondas en la superficie con sus leves, sordos tañidos.