25 febrero 2010

La culpa

Roche ha muerto, oigo decir a Mar, la administrativa que ha entrado a las seis, en el turno de mañana del depósito de coches. Habla por teléfono con un hilo de voz, susurrando como lo haces cuando estás violando un secreto. De un infarto.
Entro en la oficina y Mar me mira pero no me hace caso, sólo constata que he escuchado lo que está diciendo y se siente culpable, como si Roche no habría muerto si ella hubiera sabido mantener la boca cerrada. Le hago un gesto con la mano para que no se preocupe, vuelvo a mi garita que está comunicada con la suya por una puerta y le doy la espalda al sentarme. Tengo cosas que hacer y trabajaremos juntos durante ocho horas. Habrá tiempo.

Mar, pese a levantarse a las cuatro y media de la mañana, llega siempre maquillada y arreglada al trabajo como si tuviera una cita. Ya has oído ¿verdad?, dice, con esa mirada de pobre de mí que usa para sacar a los seguratas todo lo que quiere. Iba a decirle que sí, que cómo era posible, que ayer mismo lo vi y que parecía estar mucho mejor, que a los hombretones como él, con sólo cuarenta y dos años, el corazón no se les para, que parece una broma de mal gusto, pero no soy capaz de decir nada porque una congoja horrible me aprisiona la garganta, sólo acierto a ajustarme la corbata de mi uniforme de soldadito, por hacer algo con las manos, y se me escapa un gemido de tristeza y enfado y confusión.
Termino de rellenar el informe diario y salgo a que me dé el aire, a respirar un poco porque el nudo que tengo está creciendo y temo que de un momento a otro me impida respirar. Voy a la máquina de café intentando evitar las lágrimas. No quiero llorar. Sólo quiero un café bien caliente, un cigarrillo, qué tendrá la mierda de tabaco que tras meses sin fumar ni un pitillo hay momentos en que parece ser lo único que te puede hacer la vida soportable; y sobre todo quiero apartarme de Mar, quiero alejarme de ella porque estoy a punto de decir algo que no debo, algo que los dos pensamos desde que nos han dado la noticia y que no queremos decir porque en cuanto lo hagamos será realidad, porque aun no siendo ciertas, las palabras le darán cuerpo y para siempre será verdad aunque lo cierto sea tan sólo que Roche se ha muerto, que lo ha hecho de un infarto al corazón, de miocardio, como si hubiera otras muertes que no implicaran que el corazón se te pare.

Veo entrar un coche en el depósito. Son las siete menos cuarto así que debe de ser Pablo, el jefe. Es el único que llega tan temprano además de los médicos que trabajan en el hospital de Vall d’Hebron que está justo frente a nosotros y que hacen uso del parking que comparte espacio con el depósito. Los gruistas han ido desfilando, despacio, hacia el vestuario pero hoy me hago el ocupado, evito hacer las bromas de cada día, me las ingenio para no cruzarme con ellos cuando van llegando, sobre todo con Pedro. Ayer mismo Pedro trabajó con Roche, solían ir juntos en la grúa. Aunque, si he de decir la verdad, hacía tiempo que nadie quería trabajar con Roche.
El jefe entra en su despacho y cierra la puerta. Sólo me asomo un segundo para pedirle el servicio del día y tras un breve saludo pulsa el botón Enter de su ordenador para imprimirlo y me lo da. Roche está incluido en el servicio, con la grúa ciento ochenta y ocho, de ayudante de Pedro como venía haciéndolo últimamente. Se lo devuelvo a Pablo, joder no me he dado cuenta, dice y lo oigo teclear otro nombre, no sé si Pedro querrá irse a casa, si no, se me ha quedado suelto, llamaré a Carlos a ver si tiene un ayudante libre. Me devuelve la hoja, estaba jodido desde hace tiempo, dice y vuelve a sus tablas, a sus cálculos, al número de coches ingresados por grúa. Claro que estaba jodido. ¿No lo habrías estado tú?
A Mar se le ha corrido todo el maquillaje. Se lo digo y coge la llave del baño. Bastante enfadada viene la gente a pagar los ciento cincuenta euros de la grúa como para que parezca que les está atendiendo una versión femenina del Joker.
Miro por la ventana. Por la zona donde están las máquinas de café y de comida se aprecia movimiento pese a que aún no asoma el sol por el horizonte. Una de las cosas de bueno que tiene el depósito donde trabajo es que está al aire libre. Los depósitos subterráneos te dan una sensación de claustrofobia que no siempre es fácil de llevar. Te sientes aislado del mundo de modo que la vida interior del depósito se convierte en lo único plausible, sólo un rumor de motores, de tacos mal disimulados y de dinero cambiando de manos, si sólo pisaba diez centímetros del paso de cebra.
Veo salir a Pablo del despacho, no te vayas por favor, y me dice que tiene que ir a casa a buscar las gafas, que las ha olvidado. No es el único que ha olvidado algo. Roche también ha olvidado venir. Tal vez se le ha cambiado el turno. Tal vez esté en el infierno de los gruistas.
Llega el operario del parking y lo veo pararse con Ramón, lo veo llevarse las manos a la cabeza, casi le oigo abrir los ojos y mentir con ellos, joder qué fuerte pero cómo, y no acaba la frase porque no hay frase que acabar. Unos segundos más tarde me saluda, hola Toni, qué tal, te has enterado, y yo digo que sí con la cabeza la muevo hacia abajo y como si tuviera muelles me rebota, dos o tres veces, cada vez un poco menos, ¿quieres un café, cortado, sin azúcar?, y se va hacia la máquina.
Pablo sube a la moto del servicio, la arranca, se coloca el casco y sale hacia casa. Las gafas dice. Los ciudadanos cabreados no han comenzado a llegar así que puedo seguir dándole vueltas a la cabeza puedo seguir pensando en Roche, maldito Roche, cobarde de mierda.

Hace cinco años le compró una moto a Pau, su hijo. Joder hoy en día los críos tienen que tenerlo todo. Vaya moto, sus frenos de disco, sus dos cilindros, su escape modificado, el limitador de velocidad eliminado por sólo un poco más y su ataúd de pino y el sentimiento de culpa para Roche, el dolor para siempre, el dolor por haber matado a su hijo. Sólo tardó dos semanas en estrellarse contra un muro, para que no dejara de quererle. Culpable.
Creo que no volví a oírle reír. Durante meses ni siquiera sonreír. Su cara se convirtió en una máscara grotesca donde los ojos, la nariz, la boca no eran más que oquedades muertas. Roche.
Reparto las grúas en la antigua garita del CAS. Sin bromas ni protestas. Nadie se queja de la grúa que le doy ni del compañero que tiene asignado. Sólo Paco tuerce el gesto pero antes de que abra su bocaza le digo que si tiene algún problema hable con Pablo, que le llame por teléfono porque ha olvidado las gafas y se ha ido a casa a buscarlas. Miro hacia la garita y Mar vuelve a hablar por teléfono; con alguna compañera, o con su marido, o tal vez ha conseguido contactar con Roche desde el más allá.
Roche tuvo un brote, así lo llamaban, como si le estuviera saliendo una planta en alguna parte del cuerpo. Se volvió violento. La mayor parte del tiempo parecía normal pero a veces, de repente, sin saber por qué, ni siquiera él sabía por qué, se volvía loco. No llegó a hacer daño a nadie pero hubo un momento en que era imposible encontrar a alguien que quisiera trabajar con él. Nadie quería trabajar con él. Nadie quería verse en él. Porque Roche era el tío más querido de todo el depósito, el mejor compañero, el más bromista. Roche hacía que trabajar resultara un poco menos jodido. Y ahora parecía Satanás encarnado, un tentetieso de humores que nunca sabías hacia qué lado estaba inclinado.
Reúno un poco de valor y regreso a la garita. El del parking está haciendo el arqueo y prefiero no distraerle pese a que me muero por hablar con alguien. Oigo a Mar que cuelga. Te has enterado de algo, le digo, sabes algo más, un infarto vuelve a decirme, sólo eso, se acostó bien, sí, de puta madre pienso, no hay más que verlo, y Mar se echa a llorar otra vez qué burro soy, perdona es que me duele.

El día del accidente estaba yo de servicio. Un día tranquilo, como tantos. Roche había entrado en la oficina de administrativos para darle a Patricia una denuncia. Entonces vio, a través del cristal, una grúa que traía la moto de Pau, destrozada, un amasijo de cables, hierros y goma doblada. Roche se quedó mirándola, era imposible que la hubiera reconocido pero supongo que el corazón, el maldito corazón, se le disparó como una alarma de intrusión, supongo que empezó a sentir que se le salía por la boca y comenzó a andar hacia la zona M donde dejan las motos más destrozadas, primero despacio y cada vez más rápido, y dio un par de vueltas alrededor de aquello en que se había convertido la moto de Pau, buscando algún número de la matrícula, o la pegatina de la tienda donde la compró o cualquier detalle que lo sacara de la duda que lo estaba ahogando, menuda hostia, le dice el compañero que está ingresando la moto, y el chaval, lo han traído aquí enfrente pero yo creo que buff, estaba muy mal y Roche lo coge del pecho, la matrícula, dime la matrícula Paco, y Paco mira sus notas, se la dice y Roche la memoriza y va corriendo a la oficina y le dice a Patricia, la administrativa, que cuelgue el teléfono y mire quién es el titular de esa moto, que cuelgue el maldito teléfono y mire esa matrícula en el IMH, y Patricia lo mira asustada, hasta Pablo ha salido del despacho para ver qué pasa, los gritos, los gritos, y Patricia dice Pau pero no sigue porque ve el apellido y se da cuenta y Roche grita, joder, aún oigo el eco de esos gritos en mi cráneo, como si le estuvieran cortando un brazo, como si la muerte se le hubiera agarrado al pecho y tirara de él, sin soltarlo. Y silencio. Unos segundos. Es aún peor. Roche sale corriendo. Al hospital de Vall d’Hebron. Enfrente. Con Pau.
Pasó meses de baja. Volvió varias veces, intermitentemente, y de nuevo al vacío, al agujero. Caminaba envarado, rígido, supongo que consecuencia de las pastillas que no saben de selección cuando se trata de tranquilizar. Lo tranquilizan todo, hasta la calma y entonces caminas sin mover los hombros, despacio, con la vista clavada en el suelo, y hablas bajo, como si a nadie en el mundo le interesara lo que dices, pero todo el mundo supiera lo que necesitas, todo el mundo te dice que hay que seguir adelante, que todos tenemos problemas y una palmadita en la espalda. Y que das miedo Roche, aunque nadie se atreva a decírtelo.
 

Son las diez y Pablo ha encontrado sus gafas, o al menos ha regresado. Mar recupera el ritmo normal de trabajo y atiende a la gente que se acerca a ventanilla. El chico del parking se afana en reparar una de las barreras de entrada que le está dando problemas y la chica de la limpieza intenta pasar desapercibida que es lo mejor que puede hacer la chica de la limpieza. Las grúas van cogiendo coches en la calle y los traen al depósito y yo intento que los ciudadanos sean seres humanos civilizados, cabreados pero civilizados. Y me enfado, aunque tampoco mucho, porque, en el fondo, a todos nos alegra que Roche, de morirse, lo haya hecho de un infarto.

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