07 octubre 2009

El hombre del parque

A B. le gusta ir al parque. Siempre al mismo banco, siempre a la misma hora. A B. le gusta observar a la gente, memorizar sus hábitos, sus rutinas.
B. es un tipo moreno, de estatura y peso normales. Siempre viste vaqueros y camiseta y, ahora, en invierno, una cazadora sencilla. No habla nunca si no es imprescindible y consigue lo que pretende; pasar desapercibido.
El sólo mira, graba en su cerebro lo que ve, selecciona y elimina, busca. Sin dejar escapar un gesto de su cara.
A las cinco de la tarde el parque se llena de niños que acaban de salir del colegio. Todos ellos van acompañados por sus madres o sus abuelas. B. prefiere este parque a otros por que los niños y niñas casi nunca van acompañados por sus padres. Los padres se aburren pronto de las conversaciones de las mujeres, de jugar o estar pendientes de su hijo, y se acercan al primer hombre que ven para hablar de fútbol, de política, o de lo mal nacido que es el jefe. B. no sólo no tiene el problema de aburrirse en el parque, sino que disfruta de su visita. Un día tras otro aprende algo nuevo, cada día añade detalles nuevos al mapa de costumbres que va creando en su cabeza. Costumbres ajenas. Costumbres de madres. Costumbres de niños.
Tras semanas de observación, sabe que la madre del niño pegón del parque, también es la que más habla en el corro de madres, y la que menos pendiente está de su niño. Sabe que Ángeles y Paula, desoyen a menudo los consejos de mamá y se alejan unos cincuenta metros al este, junto a la fuente, donde se sientan al pie de un árbol. Sabe lo que merienda cada uno de los niños, quién prefiere lo dulce a lo salado, y dónde prefieren ocultarse cuando juegan al escondite.
En invierno anochece temprano. No son ni las seis de la tarde y el día va perdiendo su claridad que, a duras penas intentan suplir las farolas.
Las madres comienzan a batirse en retirada. Comienzan a llamar a sus hijos y van gritando que es hora de ir a casa, a bañarse, a cenar. A descansar. En unos minutos sólo un niño se balancea en uno de los columpios. B. se levanta del banco, más ágil de lo que hasta ahora parecía, y se dirige hacia él. El niño lo mira, frena el balanceo y baja del columpio. B. le tiende una mano que el niño coge sin dudar.
-Es tarde cariño. Mamá nos espera.

05 octubre 2009

Alternativa


Frankenstein cogió a la niña de la mano. Pasó de largo junto al lago, algo le decía que era mejor evitarlo, y entró con la pequeña en un huerto cercano. Vio un fresal y se agachó para recoger el delicioso fruto, rojo y jugoso. La niña abrió su boquita y disfrutó de la fresa, color de fresa, como a ella le gustaba. Recorrieron juntos el huerto y mientras Frankenstein recogía fresas, cerezas, ciruelas, albaricoques, peritas de sanjuán, la niña las iba engullendo de un solo bocado; tan sólo abría la boca y las devoraba, una tras otra, sin aparente fatiga ni hartazgo. Frankenstein la miraba divertido, ignorante de lo difícil que era ir junto a una niña capaz de tragar de aquella manera pero satisfecho por la sensación que tenía de que había hecho bien alejándose del lago. La recolecta prosiguió del mismo modo que la ingestión masiva de frutas cada vez más grandes, por aquella niñita tan mona, tan pequeña y tan tragona. Por fin Frankenstein llegó a un campo de sandías. Miró aquellos grandes balones de interior carnoso, comparó lo que veía en el campo con el tamaño de la boca de su amiguita y sonrió. Recogió la más grande, la más pesada y la llevó hasta la niña. Apoyó la sandía en la boca de ella de modo que casi ni se la veía, y cuando creía que la pequeña sería aplastada por la fruta, sintió cómo algo cedía, vio cómo la madíbula de la niña se desencajaba, comenzaba a dilatarse hasta que la sandía comenzó a atravesar su boca, a recorrer su cuerpecito por dentro, por las entrañas, hasta que se instaló en el vientre hinchándolo y pesándole tanto que la niña quedó sentada, de culo, bamboleándose como un tentetieso.

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