Tras
los rezos del domingo todos acuden a la verja que delimita la mansión
de los Fuerte, en la salida sur de Olvido. Y cuando digo todos, digo
todos: musulmanes, judíos, mormones y toda la variopinta gama de
cristianos se agolpan en la verja para ver el almuerzo dominical de
los Fuerte, del señor y la señora Fuerte y los dos pequeños y el
perro y el servicio que los atiende. Ellos almuerzan como si ni
vieran a los olvidados, da la sensación de que representan
una función, se diría que todo aquel lujo y ostentación carecen
por completo de significado para ellos y tan sólo actúan para los
del pueblo. Y los olvidados observan en silencio, atentos,
respetuosos, paralizados por un recuerdo reprimido en lo más
recóndito. Sólo los más viejos muestran cierta inquietud y temen
casi tanto como desean, que alguien entre en los terrenos de los
Fuerte. Y esto es así, sobre todo, porque aún recuerdan lo que la
mayoría conoce sólo como un cuento que prefiere no creer. Recuerdan
el día que Luisito, el de los Argañán, entró en el jardín a
coger la pelota que se les había ido a los niños Fuerte junto a la
verja. Recuerdan la mirada que los pequeños Fuerte clavaron en
Luisito y el paso decidido con el que comenzaron a caminar hacia él.
Recuerdan la sonrisa perversa, los aullidos, la carrera animal, la
caza de Luisito por la espalda mientras éste intentaba saltar al
otro lado de la verja, los mordiscos en el cuello, en la cara, en el
pecho, en el vientre; recuerdan la sangre, la piel arrancada;
recuerdan el silencio, el horror mudo, el cielo rojo.
Recuerdan,
no sin cierta vergüenza, un cosquilleo placentero.
Me quedo de piedra, que gran final inesperado.
ResponderEliminarHistoria narrada magistralmente y que captura desde un principio.