Durante
el recreo, los niños juegan en la estructura metálica que hay en el
centro del patio. Todos ellos lo hacen. Y obedecen las órdenes de
don Braulio de no jugar a otra cosa que no sea vagar por el interior
de la estructura metálica, una malla de cubos que lejos de ser
infinita no tarda más que unos minutos en convertirse en una prisión
de la que no es posible escapar. Al menos así le gusta verla a don
Braulio. Como una cárcel en la que tiene controlados a todos los
pequeños que, a veces, se acercan al perímetro de la estructura, a
veces asoman la cabeza, pero sólo hasta que su mirada se encuentra
con la de don Braulio y vuelven al interior de la estructura, a
trepar y a descender, a permanecer en el encierro, a ver como propios
los ojos asustados de sus compañeros de juegos.
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