El polvo y el humo de los recientes bombardeos impiden ver el pueblo. Hay que saber que está ahí para poder entrar en sus calles vacías. Sólo quedan algunos hombres mutilados o inservibles por la edad, un puñado de niños cuya guerra es contra el hambre y las mujeres que, quién sabe por qué, se han quedado paralizadas, como si hubieran echado raíces en el lugar donde se encontraban cuando el movimiento se les extravió sin remedio. El alguacil recorre las calles en una ronda inútil. Unos metros más adelante ve a una mujer, apoyada contra el muro de su casa como un contrafuerte de carne y hueso. Lleva un vestido tosco, humildísimo, un delantal, la cabeza cubierta por un pañuelo y tan orientada hacia el suelo que no se distingue si tiene los ojos abiertos. El alguacil llega a su altura y se queda mirándola. Se acaricia la barriga y pasea la mirada alrededor para comprobar que nadie lo ve. Con la palma hacia arriba, recoge el pecho derecho de la mujer que ni se inmuta. Lo presiona con la punta de los dedos, el pezón se convierte en una bocina ignorada. Repite la misma operación con el pecho izquierdo. La mujer no se mueve un centímetro. El alguacil se encoge de hombros, y sigue con lo suyo. A unos cincuenta metros, un hombre sin pierna izquierda y ayudándose por una muleta, atraviesa la calle. Una niña pequeña corre detrás de él y lo sigue a duras penas.
(*) Este texto es una torpe recreación de las primeras escenas de "Arsenal", película de Alexander Dovzhenko de 1928. Sirva de homenaje además de desvergonzado plagio.