No duermo hasta que mamá se sienta en el borde de la cama y
me canta Aurtxo Seaskan con una dulzura que me transporta a Leizarán donde las
hojas de los árboles, por la noche, se susurran secretos al oído, murmuran las
aguas frías del río mientras buscan en el valle su antiguo cauce y el rumor va
creciendo hasta tornarse rugido, como el trueno que con sus rodadas precede a
la tormenta y ahoga la nana que mamá me
canta y que ahora oigo a lo lejos, acolchada, devuelta por un eco blando.
Y el golpeo del río abre la puerta e inunda el dormitorio y
yo querría que mamá, de irse, se diluyera, ahogara su canto entre burbujas,
pero no es así porque la fuerza de la corriente le arranca los brazos, y las
piernas y le arranca la cabeza que sigue cantando y que vuelve el agua de un
color rojo que en mi sueño me lleva a imaginar que tal vez si quisiera, tal vez
si pudiera, me levantaría y con un gesto, con un maldito gesto, podría separar
las aguas del río de sangre que cada
noche se lleva a mamá y guardarla por siempre a mi lado mientras canta Aurtxo
Seaskan sentada en el borde de la cama.